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teatros de Francia. Los otros dos tienen, poco más ó ménos, la misma distribucion, con la diferencia de que en ellos se interrumpe tambien el primer piso de los aposentos con una gradería que cuasi es una continuacion del patio, semejante por su situacion á la cazuela de los teatros de Madrid, aunque no tan espaciosa.

El de Covent Garden, aunque más pequeño que el de la Ópera, está mucho mejor proporcionado que aquél, más cómodo y mejor dispuesto, y, á mi entender, es el ménos malo de Londres. Estos dos tienen cada uno dos salas con sus chimeneas, donde los espectadores van á pasearse y hacer tiempo en los entreactos é interrupciones del espectáculo; pero en ninguna de estas piezas hay gusto ni magnificencia; en ninguna he visto (como sucede en París) inmortalizados en mármoles aquellos célebres autores dramáticos que ilustraron á la nacion con sus escritos. Shakespeare, Congreve, Dryden, Otway, Wicherley, no han logrado una estatua ni un monumento en estos santuarios de las Musas, donde tantas veces se representan sus obras con aplauso y entusiasmo público. El espíritu de avaricia sórdida, que preside á la administracion de los teatros ingleses, no ha podido concebir esta idea de generosidad y de justo reconocimiento á la memoria de tan grandes hombres.

El pequeño teatro de Hay Market es de lo peor que he visto: la forma de la sala es un cuadrilongo; las escaleras y pasillos son tan estrechos, que apénas caben dos personas de frente por ellos, y al abrirse las puertas de los palcos, quedan atajados enteramente; no tiene piezas accesorias para el uso del público; todo él es de madera, escaleras, pisos, techos, paredes y divisiones; todo es pobre, mezquino, incómodo, indigno de una córte como la de Londres, y nada proporcionado á disculpar la vanidad inglesa, que juzga de buena fe que todo lo de este país es lo mejor del mundo. El

teatro de la Cruz de Madrid, tan justamente criticado, es cosa excelente si se compara con el pequeño de Hay Market. Ni éste ni los dos otros pueden competir en nada con los buenos de Francia.

Cuando asiste el Rey con su familia, se pone un dosel ó colgadura en el aposento que ocupa, y en lo restante del año se alquila al público, como todos los demas.

Nadie preside por parte del Gobierno á los espectáculos : esto se mira como contrario á la libertad. Las puertas se guardan con centinelas; pero dentro de la sala no hay ninguna.

El modo con que se iluminan las salas de espectáculo es muy malo: consiste en una multitud de arañas de cristal, colocadas de trecho en trecho, pendientes de unas palomillas, fijas en los postes de los aposentos ó en su antepecho. Resulta de aquí, en primer lugar, demasiada luz en la sala, que amenora y destruye la del teatro, y confunde el efecto que deberia producir el claro y obscuro de las decoraciones; en segundo, la incomodidad que produce á los asistentes la multitud de llamas y los reflejos de los cristales, que les hieren la vista por todas partes; y en tercero, el calor y el humo que reciben los que están en los aposentos, teniendo debajo, á una vara de distancia, las luces de las arañas. En Francia alumbran las salas del teatro con una grande araña, que forma un círculo de luces, pendiente en medio del techo y muy alta, evitándose de esta manera todos los inconvenientes que se acaban de expresar.

Los precios de entrada son: en la gradería alta, que se ha dicho estar colocada como nuestra tertulia, 10 rs.; en el patio, 15; en los aposentos, 50. A mitad del espectáculo, cuaudo regularmente se ha concluido ya la primera pieza, se admite segunda entrada, pagando la mitad de los citados precios.

En la Ópera Italiana son mayores los precios: el asiento del patio cuesta 52 rs.; y los demas en proporcion, segun se ha dicho ya.

No hay divisiones en los teatros de Londres para hombres y mujeres, como en España; todos están mezclados, á la manera que sucede en Francia: no resultan de aquí desazones ni escándalos; y, al contrario, se evitan los gravísimos inconvenientes que diariamente se verifican en Madrid por esta ridícula separacion.

La duracion del espectáculo suele ser de cuatro horas y media, y muchas veces más. La gente de los palcos puede mudar de asiento, como ya se ha dicho, salir y entrar y pasearse en los intermedios; pero la del patio y graderías carece de este beneficio; y como, por otra parte, acude con anticipacion para coger puesto, resulta que están con una paciencia septentrional, que admira, cinco ó seis horas sin moverse del asiento; que, á la verdad, es demasiada diversion.

No merece grande elogio la policía de los teatros de Lóndres: el populacho de esta capital (que puede apostárselas en ferocidad é ignorancia al primero en Europa) tiene facultad, por el dinero que da á la puerta, de gritar, cantar, alborotar, aporrearse, y no dejar en quietud á lo restante del auditorio. Esto es muy frecuente: si la gradería alta se empeña en que no se ha de oir la comedia, no hay quien lo estorbe. Asistí á una de Shakespeare, que el pueblo decente veia con gusto; pero se habia anunciado por fin de fiesta una pantomima, en que Arlequin, favorecido de una hechicera, grande amiga suya, debia hacer maravillas: por consiguiente, el vulgo más zafio y tumultuoso acudió al reclamo; empezó á vocear así que se alzó el telon; y haciéndosele siglos los instantes que tardaba en salir la bruja, no dejó entender una palabra de todo el drama. Es verdad que

luégo que la vara mágica de la Madre Shipton comenzó á destruir las leyes eternas de la naturaleza, calló de repente, y admiró con profundo silencio aquel ridículo espectáculo, hasta que se verificó el feliz consorcio de Colombina y Arlequin.

Tambien se cree con suficiente autoridad (y tiene motivo de creerlo, porque nunca se le resiste) para hacer repetir una ó más veces á los actores cualquier trozo de música que le cae en gracia. He visto muy a menudo la crueldad con que suelen obligar á una actriz á repetir inmediatamente una ária de muy difícil ejecucion que acaba de cantar; y como si el haberla desempeñado bien por la primera vez fuese un delito, castigarla con que vuelva de nuevo á hacerlo. ¡ Triste de la que resista un poco á estas órdenes, ó lo haga de mala gana! La hundirán á silbidos, estará expuesta cada vez que salga al teatro, ó acaso la obligarán á abandonarle.

Tiene igualmente facultad para pedir que salgan los actores á cantar alguna cancion ú coro de los que más le gustan, y esto lo pide con tales voces, patadas y estrépito, que es necesario servirle al instante, aunque no haya disposicion de hacerlo. No es de omitir que muchas veces el Gobierno se vale de esta gente, á quien paga la entrada de la comedia, para que aplaudan ciertos pasajes, ó pida canciones que tengan alusion á las circunstancias del dia y sean favorables al partido ministerial. En 1792 y principios del siguiente año, el pueblo hacia repetir dos ó tres veces cada dia el coro de God save the King.

En los teatros ingleses no hay apuntador como en los nuestros; los actores que salen á las tablas bien pueden haber estudiado su papel, porque no tienen otro auxilio que de los traspuntes de los bastidores, los cuales en la mayor parte de las situaciones quedan muy distantes, para que de

ban contar con ellos. Esto les hace aplicarse á tomar de memoria lo que han de decir; y puedo asegurar que de cuantas veces asistí al teatro, jamas noté la menor equivocacion.

Los actores ingleses destinados á desempeñar los principales personajes de la tragedia, parece que los han escogido cuidadosamente, altos, bien dispuestos, de heroica presencia, para producir toda la ilusion que es tan necesaria al teatro. Aquiles, Oréstes, Fedra ó Clitemnestra no debieron ser ni más bien hechos, ni de más gigantescas y bella formas que los actores y actrices que los representan en Londres. Cuán útil sea esto á la verisimilitud y dignidad de tales espectáculos, podrá conocerlo el que reflexione la ridícula figura que hacen el Mayorito, Juan Ramos, Ruano ó la Juana, representando á Hernan Cortés, Agamenon ó la gran Semiramis.

Poco hay que decir acerca de los trajes, aparato, acompañamiento y decoraciones. En todos estos artículos se hallan muy inferiores á los teatros de Francia. Los trajes son decentes, pocas veces de buen gusto, y muchas impropios de las naciones ó siglos á que se refieren. Las tragedias de Venecia salvada y La esposa de luto las visten á la moderna: prueba de la poca atencion que se pone en un requisito tan necesario á la ilusion dramática. Los antiguos trajes nacionales los imitan bien, como es natural. El aparato nada tiene de particular; muchas veces es indecente y pobre, pero siempre superior al de los teatros españoles de Madrid. El acompañamiento es numeroso cuanto es necesario que lo sea; las decoraciones, de un mérito regular, con poca novedad, osadía ni belleza en la invencion. En este género nada he visto comparable á las de la Ópera de París.

En la representacion de las batallas añaden una circunstancia muy necesaria, que nunca se practica en Madrid, y

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